Journée de la métapolitique - Madrid, 21 mai 2016

Thibault Isabel nos hablará del paganismo (bueno), del populismo (regular) y del progresismo (malo) en una conferencia sobre su libro recientemente publicado en español “La causa del pueblo… en la era liberal de las masas”, editado por Fides dentro de la colección “metapolítica”. I Jornada Metapolítica. Jesús J. Sebastián.
Thibault Isabel es un joven y brillante pensador francés, director, entre otras cosas, de la revista "Krisis", lanzada hace años por Alain de Benoist. Precisamente, Thibault Isabel visitará España con ocasión de las Jornadas Metapolíticas organizadas por la editorial Fides que tendrán lugar el 21 de mayo de Madrid, y en las que presentará su primer libro en español «La causa del pueblo… en la era liberal de las masas" que versa sobre progresismo, liberalismo, humanismo, populismo, individualismo, democracia… Tribuna "El populismo contra el progresismo". El Manifiesto.

Regresemos, por un momento, a los orígenes políticos del movimiento. A finales del siglo XIX, la sociedad americana estaba en plena ola de desarrollo económico e industrialización. Mientras algunos se apropiaron de capitales considerables en algunos años, millones de americanos vivían en la pobreza. En las ciudades, los obreros vivían en tugurios, trabajaban en condiciones insalubres y recibían salarios miserables por semanas de trabajo que llegaban a las sesenta horas. En los campos, los granjeros veían hundirse su nivel de vida. Los precios agrícolas no dejaban de caer, mientras que los de los productos manufacturados aumentaban continuamente. Especulación financiera y tarifas discriminatorias de los ferrocarriles agravaban la suerte de los campesinos, que se veían obligados a recurrir al préstamo y se volvían dependientes de los bancos. Obreros y campesinos se organizaron, pero su acuerdo era difícil, y sólo las diversas facciones del medio rural, en las regiones del Oeste y el Sur, llegaron verdaderamente a proponer reivindicaciones comunes. Su acción se apoyó, entonces, en las cooperativas granjeras, organizaciones profesionales creadas en 1867, que rápidamente entraron en el terreno político. Los principales temas de batalla se refirieron a la actitud mercantil de la banca y a las sociedades ferrocarrileras, pero el fondo del combate consistió en promover los valores de la pequeña burguesía tradicional, modesta y laboriosa, contra el naciente Gran Capital.
La influencia del primer liberalismo tuvo también un impacto en el ascenso de la ideología populista. Para Locke, sobre todo, la defensa de la empresa privada no se reducía, como a menudo se pretende, a un individualismo posesivo. El filósofo inglés estaba, por el contrario, animado por un absoluto desprecio hacia el lujo, el derroche y el deseo irrisorio y nocivo de apropiarse de las riquezas más allá de lo estrictamente necesario. Es, por ello, que defendió a los campesinos, los pequeños comerciantes y los artesanos, que trabajaban duro para asegurar el bienestar de su familia, realizaban cosas útiles y creaban verdaderamente valores. Valerosos, disciplinados y respetuosos, su objetivo era tan sólo producir bienes suficientes como para vivir decentemente, sin vanidad ni mercantilismo fuera de lugar. Más que nada, unidos a su entorno y, los mejores entre ellos, al desarrollo de la colectividad en el seno de la cual evolucionaban. No se replegaron sobre sí mismos, sino que concedieron una gran importancia a la solidaridad y la generosidad, erigidas, en todo caso, como valores primordiales por la moral común.
Tal simpatía hacia las comunidades de pertenencia revela, además claramente, el lazo que unió a populistas y conservadores. Lasch estima, sin embargo –tal vez con algo de incomprensión–, que la doctrina de Burke, considerada como piedra angular de la filosofía conservadora, y completamente basada en la costumbre, cometería el error de subordinar el presente a tiempos pasados, idealizados y fijos. De tal manera, los conservadores serían tributarios de la actitud nostálgica, mientras que el populismo respetaría, por su parte, la tradición mientras animaba la creación e iniciativa.
Es sólo durante la primera mitad del siglo XX cuando surgieron, como tales, los inspiradores del pensamiento populista (sin que el término fuera todavía empleado, y antes de que la corriente penetrase directamente en el dominio político, en el momento de la constitución de las cooperativas granjeras), con autores como Tom Payne y William Cobbett. Pero son, sobre todo, los escritos de Orestes Brownson los que habrían contribuido a definir los grandes rasgos del movimiento.
La primera preocupación del populismo fue restaurar el antiguo sistema de la industria familiar, controlando el comercio, e intentando poner término a la especulación y la industrialización en masa. En segundo lugar, trató de favorecer un mejor reparto de las riquezas, pero no a partir del modelo socialista de la redistribución estatal de los bienes de consumo, sino a partir de un acceso más extendido a la pequeña propiedad, para impedir la concentración del capital en manos de unos pocos. El objetivo era, así, recrear una sociedad de productores sobre las ruinas de la sociedad de los consumidores que tendía a imponerse, limitando lo más posible el salariado, cuya principal consecuencia habría sido desresponsabilizar y deshumanizar la práctica de las distintas profesiones. El pequeño productor, en efecto, se convierte en responsable con el duro trabajo cotidiano al que se consagra: comprende que sólo su trabajo le permitirá asegurar la subsistencia de su familia. El cuidado de la calidad de los bienes que produce, ya que los venderá a la gente del pueblo que se encuentra cada día, y a la que se siente unido. Además, su trabajo no le parece una actividad alienante, en el sentido en que su fuerza laboral no es explotada por un patrón frío e impersonal –o incluso, como es el caso en nuestros días, por un conglomerado financiero. «La democracia funciona de manera ideal cuando las mujeres y los hombres actúan por y para sí mismos, con la ayuda de sus amigos y próximos, en lugar de ser dependientes del Estado. No es que la democracia deba ser identificada por un individualismo puro y duro. Autonomía y confianza en sí mismos no significan autarquía y autosuficiencia». En otras palabras, el trabajo de productor limita la infantilización de las personas (que suscita, por el contrario, la asistencia del Estado, a fortiori cuando se asocia con la victimización de los marginales y se contenta con animar un comportamiento pasivo de reivindicación social vengativa), mientras que el espíritu comunitario anima, al menos, la apertura de los individuos a su entorno humano inmediato (al contrario que la competencia liberal, en el seno de la cual no pueden sobrevivir sino mónadas atomizadas y agresivas).
De forma más global, Lasch elogia la mentalidad campesina americana, porque ve en ella una aceptación serena de los límites inherentes de la existencia, que critica radicalmente el optimismo progresista, y se sitúa siguiendo la ruta de un cierto protestantismo heroico encarnado por Emerson: «[Los hombres comunes, en nuestros días] tienen un sentido del límite más desarrollado que las clases superiores. Comprenden, a diferencia de éstas, que hay límites al control del hombre sobre el curso del desarrollo de la sociedad, la naturaleza y el cuerpo, sobre los elementos trágicos de la vida y la historia humanas. Mientras que los jóvenes de la clase dirigente y de los profesiones intelectuales, se someten a un programa riguroso de ejercicios físicos y controles dietéticos concebidos para mantener la muerte a distancia –para mantenerse en un estado de juventud permanente, eternamente seductores y capaces de volverse a casar–, la gente común, por su parte, acepta la decadencia física como algo contra lo que es, más o menos, inútil luchar». «La superabundancia, creían [los liberales], traería, a fin de cuentas, el acceso de todos al descanso, a la realización personal, al refinamiento –privilegios antaño reservados a los ricos. El lujo a disposición de todos: tal era el noble sueño del progreso. Los populistas, por el contrario, consideraban aquello que ellos llamaban una competencia –una parcela de tierra, una pequeña tienda, una vocación útil– como una ambición más razonable y digna. La “competencia” revestía ricas connotaciones morales; nos remitía a los medios de subsistencia de los que la propiedad era fuente, pero también a los talentos que necesitaban una buena gestión. El ideal de una propiedad al alcance de cada uno, encarnaba un abanico más humilde de esperanzas que el ideal del consumo universal, un acceso universal a la proliferación de productos. Encarnaba, al mismo tiempo, una definición de “la buena vida” más enérgica y exigente».
El populismo, tal y como lo describe Lasch, es un fenómeno esencialmente americano. Según el autor, habría encontrado, sin embargo, ramificaciones en algunos aspectos del corporativismo francés y, aún más, en el pensamiento sindicalista revolucionario de Georges Sorel. Pero se aproximaría, especialmente, al socialismo originario –el de los pequeños comerciantes y el de los cristianos–, víctima de la obcecación encarnizada de Marx, a mediados del siglo XIX, que se había obstinado en desmantelarlo.
Las clases medias tienden hoy a desaparecer en todas partes de los países occidentales. El desarrollo industrial y el refuerzo del capitalismo contribuyen a la instauración de una sociedad de dos marchas: los ricos continúan enriqueciéndose, mientras que las clases medias inferiores y el proletariado no dejan de empobrecerse. Los pequeños productores han desaparecido casi completamente, y han debido someterse, de mala gana, al principio del trabajo asalariado. Lasch estima, sin embargo, que su ideología habría sido, en parte, transmitida a la clase obrera –en Estados Unidos al menos, ya que según el autor esto funciona de forma completamente distinta en Europa. «La pequeña burguesía ya no tiene ningún peso socioeconómico, ahora que los artesanos, granjeros y otros pequeños propietarios, no constituyen ya una parte importante de la población; pero sus costumbres venerables y su característico código ético no subsisten en ninguna parte más vigorosamente que en el corazón del trabajador americano. La cultura y la manera de plantearse la política del obrero americano tienen poco que ver con las de su homólogo europeo. En muchos aspectos, sin embargo, se parecen a las del antiguo campesinado y la pequeña burguesía europea –a partir de las cuales la clase obrera americana fue constituida originalmente».
Las diferencias entre el obrero europeo y el obrero americano residirían, esencialmente, en el arraigo tradicional y religioso de este último, que habría sabido preservar, a través de las épocas, al contrario que el proletariado de nuestro continente, un sentido comunitario agudo y una hostilidad consciente al asalariado.
La doctrina populista ha sufrido injustamente los ataques de las élites ilustradas a lo largo del siglo XX, sin que los pensadores de izquierda hayan dado nunca muestras de discernimiento y honestidad intelectual, que les hubieran permitido, al menos, evitar ciertos atajos de dudosa legitimidad.
Thibault Isabel
Las civilizaciones antiguas no tenían miedo de la violencia, si entendemos por ello la expresión de nuestros impulsos violentos de una manera espiritual y controlada. En la época moderna, sin embargo, la civilización trata simplemente de erradicar toda violencia a través del reforzamiento de una moral rígida y del totalitarismo del pensamiento: es por eso que vivimos en una sociedad cada vez más aséptica, condenada al conformismo, al higienismo y a la hipocresía. Hemos perdido toda franqueza en las relaciones humanas; ya no tenemos el gusto por la lucha y la camaradería, del combate por nuestras convicciones, del idealismo político, en suma; estamos resignados.
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